domingo, 30 de enero de 2011

IMPRESIONES DE EGIPTO II


Hace apenas veinte días que regresé de Egipto y no puedo dejar de estar pendiente de lo que está ocurriendo en este país. En aquellos maravillosos días, las conversaciones que manteníamos con los guías nos pusieron sobre aviso de lo que estaba por venir: el pueblo egipcio estaba llegando al límite de lo soportable.

Después de treinta años de dictadura, de represión y de una situación económica en la que la mayoría de la población tiene que conformarse con el equivalente a un euro diario para pagar la vivienda, la comida y lo más indispensable para vivir, era de preveer que la respuesta no se iba a hacer esperar. Cuando las personas no tienen nada que perder, es cuando se producen las grandes revoluciones. La chispa la encendió Túnez, pero el fuego cayó sobre un terreno que estaba ya dispuesto a arder.

Desde nuestra mentalidad occidental es fácil que miremos hacia los acontecimientos que están sucediendo en los países árabes del norte de Africa, con ciertas dosis de temor y desconfianza. Enseguida habrá quien piense que detrás de lo que está ocurriendo estará el fundamentalismo islámico más recalcitrante. Sin embargo, los observadores internacionales apuntan que no, que lo que hay no es sino un pueblo que al fin ha dicho basta a la injusticia, a la prepotencia, a un estado militar y policiaco que en nuestra reciente estancia tuvimos oportunidad de constatar. Nunca habíamos visto un control tan férreo de la calle, de los edificios, de la vida de los ciudadanos como el que encontramos en uno de los lugares más bellos, acogedores, e interesantes de este planeta.

Por eso es muy triste que el precio que tenga que pagar un estado para salir de una situción de injusticia y opresión, sea la pérdida de vidas humanas. Las cifras hablan ya de más de cien muertos y el ejército tendrá que decidir hoy de parte de quién está. Mientras, el presidente Mubarak, aliado incondicional de los Estados Unidos, se resiste a abandonar el poder, como lo hizo hace unos días su homónimo tunecino, aunque su mujer y sus hijos ya han buscado la seguridad y la integridad de sus vidas en la capital británica.

La situación, por tanto, es confusa y ambigua. Los países occidentales, más allá de declaraciones bien intencionadas, van a tener un peso decisivo en los acontecimientos para inclinar la balanza del lado de la salida democrática, o de la represión brutal de un movimiento político y social que no tiene precedentes en Egipto y en muchos de sus vecinos que, seguro que a estas lturas de los acontecimientos, miran con expectación y esperanza hacia lo que se está cociendo en esa parte del mundo. Es evidente que les puede sevir de ejemplo y de guía para salir de situaciones políticas similares, que se repiten a lo largo de la otra orilla del Mediterráneo.

A estas horas me duele pensar que, agentes al servicio de Mubarak, han llevado a cabo un intento de saquear el Museo del Cairo. El mítico museo que hace unos días recorríamos llenos de emoción. Es evidente de que se trata de un claro intento de desprestigiar a sus ciudadanos, para hacer creíble y necesaria la represión sobre un país que, supuestamente no respeta su patrimonio, cuando nos consta que los egipcios son un pueblo orgulloso de su pasado, por el que sienten gran respeto y devoción.

Quiero creer que no, que no seguirá habiendo más muertes, que este país tiene derecho a elegir su camino. A cambiar el rumbo de su historia reciente. Más allá de los mezquinos intereses occidentales, los egipcios y el resto de países en su misma situación, merecen una oportunidad de acceder a mejores condiciones de vida, dejando atrás un pasado de miseria y dictadura.

Desde esta orilla del mundo, mi cariño, mi apoyo y mi pensamiento vuelven una vez más a Egipto. A una ciudad abierta y alegre, a sus gentes amables y acogedoras que en estos momentos se encuentran envueltas en humo y lágrimas, con el polvo del desierto revoloteando por encima de sus cabezas.

viernes, 14 de enero de 2011

IMPRESIONES DE EGIPTO




Ahora ya estoy aquí. He vuelto, pero mi mente sigue estando en otra parte. Regresa una y otra vez a un amanecer en la explanada frente al templo de Karnak. A la luz dorada que lentamente iba tiñendo los pilonos y las gigantescas columnas que parecen sujetar el peso de su historia.

Me veo abriendo los ojos en la noche inmensa del desierto para descubrir estrellas inmensas sobre un cielo negro y profundo, de una soledad abismal de arena y rocas que se extiende hasta donde la vista no alcanza. Y el lento diluir de las sombras hacia la luz, anticipado por la ascensión de un disco rojo púrpura sobre las dunas, ofrece la respuesta inmediata a la razón por la que los antiguos egipcios lo adoraban. Ammon Ra, padre de todos los dioses y hacedor de la vida reinando en toda su plenitud sobre los restos de los templos de Abusimbel, que en un recodo del camino aparecen con toda su grandiosidad milenaria. Y las miradas se cruzan intentando descubrir en la expresión de los otros que es cierto, que están allí de verdad y no se trata de un espejismo más del desierto.

Regreso al lento fluír de la vida en la riberas del Nilo. Al azul intenso de sus aguas que guardan leyendas antiguas de dioses con apariencia animal y seres humanos que se odian y aman sobre sus orillas. Y no dejo de asombrarme del contraste que ofrece la vegetación exuberante de las riberas y la presencia árida que se adivina en el horizonte. Asistir, como si se tratase de una película, a la sucesión de las escenas propias de la vida cotidiana: mujeres lavando, niños jugando al fútbol, hombres rezando con el cuerpo orientado en dirección a la Meca... Y, destacando sobre todas ellas, la imagen imperecedera de dos jóvenes pescando en una faluca: sus bronceados cuerpos alzados al sol, con las blancas túnicas al viento haciendo de velas.

El tiempo transcurría deprisa y entonces me parecía imposible estar allí, en el mismo escenario de los antiguos faraones, visitando sus templos, profanando la soledad de sus tumbas y todo aquello que, en su afán de perdurar, fueron construyendo a orillas de su río.

Es mediodía en el Valle de los Reyes y el sol abrasador invita a cubrir la cabeza y buscar refugio en las tumbas. Sobre la roca viva, en los jeroglíficos que cubren sus paredes está escrita la historia del poderoso faraón que un día la habitó, y que hoy se encuentra muy lejos, en las salas del museo del Cairo. Dentro de sus urnas yacen, una vez cumplido su deseo de inmortalidad, aunque por ello hayan tenido que pagar el precio de perder la paz y el silencio que un día buscaron en las entrañas de la tierra.

En el Museo del Cairo me he podido encontrar cara a cara con Ramses II, observar su cuerpo amortajado que un día, siendo muy pequeña descubrí en un libro de mi padre y, cuyo recuerdo me asaltaba una y otra vez en noches de insomnio. También he tenido frente a frente a la que fue la primera faraona, la gran Hatshepsut, que se encuentra junto a su sobrino Tutmosis III. Quizá nunca pudieron imaginar que después de haberse odiado tanto, iban a permanecer uno al lado del otro para toda la eternidad.

Por un momento vuelvo de nuevo a la gran pirámide de Keops, que junto a sus hermanas menores aparece apuntalando un cielo que no es azul, sino uno de los más contaminados del mundo. El valle de Guiza donde se encuentran las pirámides y la famosa esfinge, separa dos mundos diferentes: el pasado y el presente. En el presente la ciudad del Cairo, con su persistente olor a gasolina mal refinada, ofrece los contrastes que reflejan las injusticias de este mundo: el lujo desorbitado de los hoteles y los barrios residenciales, frente a la miseria, la suciedad, el ruído del tráfico más caótico del mundo; aunque también maravilla y sorprende la mirada de los niños. Todavía conservan la ilusión y la libertad del juego improvisado en la calle, lejos del control del adulto, del estres y el consumismo occidental.

A estas horas me es imposible olvidar la emoción experimentada ante la máscara de Tutankamón y todo su ajuar funerario: el trono real, la silla y la sombrilla plegables, su ropa interior, sus sandalias e incluso un preservativo que un día albergó la simiente de un ser humano que soñó que llegaría a ser un dios y, sin embargo, murió prematuramente. Y, regresa al evocarla, toda la pasión, la fuerza y el amor de nuestro guía por su tierra y su cultura milenaria, sabiendo llegar a lo esencial, al sentido de unas manifestaciones culturales que, después de más de cinco mil años, todavía nos siguen asombrando.


Hay un templo que se levanta sobre una colina frente al Nilo, es el templo de Kom Ombo, está situado en la orilla oriental, en la que los antiguos egipcios situaban la vida terrenal. El templo está orientado hacia el oeste, el lugar donde residía el más allá y que sería la morada de los muertos, es un templo que mandó construir el emperador Alejandro Magno. Si existe un lugar perfecto para construir un templo, es éste. La mezcla de estilos arquitectónicos y de culturas ofrece como resultado un edificio en el que se entrecruzan la grandiosidad de la arquitectura egipcia, con la busqueda de la belleza y las proporciones de la mentalidad griega.

La última luz del día baña de luz dorada las columnas, los antiguos pilonos semiderruídos. La presencia cercana del Nilo, con toda su carga de historia y de misterio. Me invade la nostalgia anticipada del regreso. Sé que echaré de menos este río, este país cuyo pasado despertó en mi la pasión por la Historia, por la herencia que todas las culturas han dejado a su paso por este mundo. Las emociones y las experiencias han sido tan intensas, que, con toda seguridad, necesitaré tiempo para asimilar todo lo visto, todo lo vivido.

Hace ya varios días que regresé, que mi cuerpo está de nuevo aquí, pero mi mente se resiste a volver, sigue allí junto al Nilo, atrapada entre los templos, las tumbas y las riberas de ese río.