Todavía me encuentro un poco colgada, todavía escuchando el rumor del mar que me ha acompañado durante algunos días.
Lo bueno de marcharte por un tiempo es volver y encontrarte con tu casa, con los seres queridos de los que te has separado, con tu perro...Pero luego viene otra vez la rutina, el trabajo, los problemas que has dejado colgados del perchero antes de salir.
Se estaba muy bien en el Sur. La primavera más adelantada y una tierra cálida y familiar, con unas gentes que se pasan el día en la calle, tomando vinos y charlando, que no parecen tomarse casi nada en serio, ni siquiera la Semana Santa. Pasear al lado del mar, sentarse en la arena es todo un espectáculo. Ver a los niños jugando a ser niños, inventando formas de divertirse con lo que encontraban a mano. Asistir al desfile de seres humanos de todas las edades, étnias y fisonomías más diversas te libera de toda clase de complejos. Acercarse a conocer pueblos blancos acostados sobre las montañas, repletos de flores en sus paredes encaladas, de árboles exóticos y calles empinadas cuya luz al mediodía es una promesa de alegría para el visitante, una experiencia inolvidable.
He vuelto a encontrarme con el mar. Me he entretenido escuchando su monólogo milenario, su relato ambiguo que acerca y aleja a las dos orillas. Me ha contado su historia antigua de hombres que arriesgaron su vida por llegar al otro lado, por recoger sus frutos, o sus tesoros escondidos. En sus costuras pespunteadas de encaje, están escritas historias de naufragios, de sueños rotos, de castillos en la arena que realizaron niños de todas las épocas. He visto la Luna llena de Jueves Santo bañándose cómoda en unas aguas tranquilas, y me he sentido en paz.
He pasado buenos días disfrutando de cada mommento, como si la vida se me pudiera acabar en cualquier instante. Y aquí estoy de nuevo con mis recuerdos.