Ahora ya estoy aquí. He vuelto, pero mi mente sigue estando en otra parte. Regresa una y otra vez a un amanecer en la explanada frente al templo de Karnak. A la luz dorada que lentamente iba tiñendo los pilonos y las gigantescas columnas que parecen sujetar el peso de su historia.
Me veo abriendo los ojos en la noche inmensa del desierto para descubrir estrellas inmensas sobre un cielo negro y profundo, de una soledad abismal de arena y rocas que se extiende hasta donde la vista no alcanza. Y el lento diluir de las sombras hacia la luz, anticipado por la ascensión de un disco rojo púrpura sobre las dunas, ofrece la respuesta inmediata a la razón por la que los antiguos egipcios lo adoraban. Ammon Ra, padre de todos los dioses y hacedor de la vida reinando en toda su plenitud sobre los restos de los templos de Abusimbel, que en un recodo del camino aparecen con toda su grandiosidad milenaria. Y las miradas se cruzan intentando descubrir en la expresión de los otros que es cierto, que están allí de verdad y no se trata de un espejismo más del desierto.
Regreso al lento fluír de la vida en la riberas del Nilo. Al azul intenso de sus aguas que guardan leyendas antiguas de dioses con apariencia animal y seres humanos que se odian y aman sobre sus orillas. Y no dejo de asombrarme del contraste que ofrece la vegetación exuberante de las riberas y la presencia árida que se adivina en el horizonte. Asistir, como si se tratase de una película, a la sucesión de las escenas propias de la vida cotidiana: mujeres lavando, niños jugando al fútbol, hombres rezando con el cuerpo orientado en dirección a la Meca... Y, destacando sobre todas ellas, la imagen imperecedera de dos jóvenes pescando en una faluca: sus bronceados cuerpos alzados al sol, con las blancas túnicas al viento haciendo de velas.
El tiempo transcurría deprisa y entonces me parecía imposible estar allí, en el mismo escenario de los antiguos faraones, visitando sus templos, profanando la soledad de sus tumbas y todo aquello que, en su afán de perdurar, fueron construyendo a orillas de su río.
Es mediodía en el Valle de los Reyes y el sol abrasador invita a cubrir la cabeza y buscar refugio en las tumbas. Sobre la roca viva, en los jeroglíficos que cubren sus paredes está escrita la historia del poderoso faraón que un día la habitó, y que hoy se encuentra muy lejos, en las salas del museo del Cairo. Dentro de sus urnas yacen, una vez cumplido su deseo de inmortalidad, aunque por ello hayan tenido que pagar el precio de perder la paz y el silencio que un día buscaron en las entrañas de la tierra.
En el Museo del Cairo me he podido encontrar cara a cara con Ramses II, observar su cuerpo amortajado que un día, siendo muy pequeña descubrí en un libro de mi padre y, cuyo recuerdo me asaltaba una y otra vez en noches de insomnio. También he tenido frente a frente a la que fue la primera faraona, la gran Hatshepsut, que se encuentra junto a su sobrino Tutmosis III. Quizá nunca pudieron imaginar que después de haberse odiado tanto, iban a permanecer uno al lado del otro para toda la eternidad.
Por un momento vuelvo de nuevo a la gran pirámide de Keops, que junto a sus hermanas menores aparece apuntalando un cielo que no es azul, sino uno de los más contaminados del mundo. El valle de Guiza donde se encuentran las pirámides y la famosa esfinge, separa dos mundos diferentes: el pasado y el presente. En el presente la ciudad del Cairo, con su persistente olor a gasolina mal refinada, ofrece los contrastes que reflejan las injusticias de este mundo: el lujo desorbitado de los hoteles y los barrios residenciales, frente a la miseria, la suciedad, el ruído del tráfico más caótico del mundo; aunque también maravilla y sorprende la mirada de los niños. Todavía conservan la ilusión y la libertad del juego improvisado en la calle, lejos del control del adulto, del estres y el consumismo occidental.
A estas horas me es imposible olvidar la emoción experimentada ante la máscara de Tutankamón y todo su ajuar funerario: el trono real, la silla y la sombrilla plegables, su ropa interior, sus sandalias e incluso un preservativo que un día albergó la simiente de un ser humano que soñó que llegaría a ser un dios y, sin embargo, murió prematuramente. Y, regresa al evocarla, toda la pasión, la fuerza y el amor de nuestro guía por su tierra y su cultura milenaria, sabiendo llegar a lo esencial, al sentido de unas manifestaciones culturales que, después de más de cinco mil años, todavía nos siguen asombrando.
Hay un templo que se levanta sobre una colina frente al Nilo, es el templo de Kom Ombo, está situado en la orilla oriental, en la que los antiguos egipcios situaban la vida terrenal. El templo está orientado hacia el oeste, el lugar donde residía el más allá y que sería la morada de los muertos, es un templo que mandó construir el emperador Alejandro Magno. Si existe un lugar perfecto para construir un templo, es éste. La mezcla de estilos arquitectónicos y de culturas ofrece como resultado un edificio en el que se entrecruzan la grandiosidad de la arquitectura egipcia, con la busqueda de la belleza y las proporciones de la mentalidad griega.
La última luz del día baña de luz dorada las columnas, los antiguos pilonos semiderruídos. La presencia cercana del Nilo, con toda su carga de historia y de misterio. Me invade la nostalgia anticipada del regreso. Sé que echaré de menos este río, este país cuyo pasado despertó en mi la pasión por la Historia, por la herencia que todas las culturas han dejado a su paso por este mundo. Las emociones y las experiencias han sido tan intensas, que, con toda seguridad, necesitaré tiempo para asimilar todo lo visto, todo lo vivido.
Hace ya varios días que regresé, que mi cuerpo está de nuevo aquí, pero mi mente se resiste a volver, sigue allí junto al Nilo, atrapada entre los templos, las tumbas y las riberas de ese río.