Ahora casi no puedo creer que, hace apenas tres días, me encontrase sentada en un banco a orillas del Moldava. Recibiendo en la piel la caricia de un viento suave que traía ya resonancias otoñales, que poco a poco irán vistiendo los castaños y los álamos de tonalidades doradas, ocres y amarillas.
Si hay ciudades capaces de provocar el llamado síndrome de Stendhal, una de ellas es Praga. Sobre los dos márgenes del Moldava, sobre sus calles y sus colinas, sobre sus inmensos parques, te asalta la belleza por todas partes.
Apareció la ciudad al doblar un recodo de la autovía que nos traía del aeropuerto, el inmenso río y sus puentes, como lazos que unen ambas orillas, y la luz del mediodía brincaba sobre las aguas y las teñía de un azul plata que no se dejaba mirar, y había que entornar los ojos para poder contemplarlo. Sobre una colina veías cabalgar sobre el río el inmenso castillo y todas las torres del mundo parecía que se habían citado para apuntalar un cielo azul inmenso.
En Praga el protagonista absoluto es el río y después la piedra. Piedra antigua y renegrida que ha aguantado todas las lluvias y las crecidas de un río, que sin embargo, la ama y la respeta. El tiempo está detenido en la Plaza de la Ciudad Vieja, en el barrio judío, en el Puente de Carlos y en las callejuelas de Mala Strana. Y la música brota en cada esquina, en cada plaza y sale de las iglesias y se confunde con la gente. El Puente de Carlos es una torre de Babel en la que se mezclan todas las culturas, y por la noche las bandas de Jazz se hacen un hueco entre los santos, y la noche huele a humo de marihuana y a café, y el sonido de las barcazas que cruzan el río van meciendo los sueños de los que han llegado a la ciudad para descubrir sus misterios y sus leyendas: como la de San Juan Nepuceno y la del príncipe Wenceslao, en la catedral de San Vito.
Desde el castillo, Praga es una colcha de retales tendida al sol, y hasta donde alcanza la vista el Moldava extiende sus brazos amorosos formando pequeñas islas. Tomar una cerveza y dejar discurrir el tiempo sin más pasatiempo que contemplar este río, ha sido un placer que recomiendo a cualquier amante de la contemplación. En esta ciudad por suerte nadie tiene prisa, ni es amante del ruído. Los coches no son los dueños de las calles y la oferta de transporte público es amplia y generosa. El tiempo adquiere otra dimensión y se estira como una madeja de lana callejeando y dejándote sorprender en sus rincones. El arte y la Historia impregnan la vida cotidiana y te ofrecen conciertos por la calle como aquí entradas para los toros.
No resulta fácil abandonar Praga. Dejar atrás el río y los atardeceres que irrumpen en el cielo como fuegos artificiales y que te dejan después el alma empapada de nostalgia antes de haberte ido, porque nunca sabes si podrás volver alguna vez.