
Hace apenas veinte días que regresé de Egipto y no puedo dejar de estar pendiente de lo que está ocurriendo en este país. En aquellos maravillosos días, las conversaciones que manteníamos con los guías nos pusieron sobre aviso de lo que estaba por venir: el pueblo egipcio estaba llegando al límite de lo soportable.
Después de treinta años de dictadura, de represión y de una situación económica en la que la mayoría de la población tiene que conformarse con el equivalente a un euro diario para pagar la vivienda, la comida y lo más indispensable para vivir, era de preveer que la respuesta no se iba a hacer esperar. Cuando las personas no tienen nada que perder, es cuando se producen las grandes revoluciones. La chispa la encendió Túnez, pero el fuego cayó sobre un terreno que estaba ya dispuesto a arder.
Desde nuestra mentalidad occidental es fácil que miremos hacia los acontecimientos que están sucediendo en los países árabes del norte de Africa, con ciertas dosis de temor y desconfianza. Enseguida habrá quien piense que detrás de lo que está ocurriendo estará el fundamentalismo islámico más recalcitrante. Sin embargo, los observadores internacionales apuntan que no, que lo que hay no es sino un pueblo que al fin ha dicho basta a la injusticia, a la prepotencia, a un estado militar y policiaco que en nuestra reciente estancia tuvimos oportunidad de constatar. Nunca habíamos visto un control tan férreo de la calle, de los edificios, de la vida de los ciudadanos como el que encontramos en uno de los lugares más bellos, acogedores, e interesantes de este planeta.
Por eso es muy triste que el precio que tenga que pagar un estado para salir de una situción de injusticia y opresión, sea la pérdida de vidas humanas. Las cifras hablan ya de más de cien muertos y el ejército tendrá que decidir hoy de parte de quién está. Mientras, el presidente Mubarak, aliado incondicional de los Estados Unidos, se resiste a abandonar el poder, como lo hizo hace unos días su homónimo tunecino, aunque su mujer y sus hijos ya han buscado la seguridad y la integridad de sus vidas en la capital británica.
La situación, por tanto, es confusa y ambigua. Los países occidentales, más allá de declaraciones bien intencionadas, van a tener un peso decisivo en los acontecimientos para inclinar la balanza del lado de la salida democrática, o de la represión brutal de un movimiento político y social que no tiene precedentes en Egipto y en muchos de sus vecinos que, seguro que a estas lturas de los acontecimientos, miran con expectación y esperanza hacia lo que se está cociendo en esa parte del mundo. Es evidente que les puede sevir de ejemplo y de guía para salir de situaciones políticas similares, que se repiten a lo largo de la otra orilla del Mediterráneo.
A estas horas me duele pensar que, agentes al servicio de Mubarak, han llevado a cabo un intento de saquear el Museo del Cairo. El mítico museo que hace unos días recorríamos llenos de emoción. Es evidente de que se trata de un claro intento de desprestigiar a sus ciudadanos, para hacer creíble y necesaria la represión sobre un país que, supuestamente no respeta su patrimonio, cuando nos consta que los egipcios son un pueblo orgulloso de su pasado, por el que sienten gran respeto y devoción.
Quiero creer que no, que no seguirá habiendo más muertes, que este país tiene derecho a elegir su camino. A cambiar el rumbo de su historia reciente. Más allá de los mezquinos intereses occidentales, los egipcios y el resto de países en su misma situación, merecen una oportunidad de acceder a mejores condiciones de vida, dejando atrás un pasado de miseria y dictadura.
Desde esta orilla del mundo, mi cariño, mi apoyo y mi pensamiento vuelven una vez más a Egipto. A una ciudad abierta y alegre, a sus gentes amables y acogedoras que en estos momentos se encuentran envueltas en humo y lágrimas, con el polvo del desierto revoloteando por encima de sus cabezas.