
Hacía tiempo que no asomaba por aquí la patita, pero ha habido una serie de circunstancias que me han animado a dedicarle una entrada a mi viejo instituto, a mi querido Instituto Santamarca con el que tengo una deuda pendiente.
Los motivos que me han animado a hacerlo han sido, por un lado, un artículo en un suplemento dominical dedicado a la directora de cine, Iciar Bollain, quien comentaba que Víctor Erice se había fijado en ella cuando la vio salir del instituto Santamarca en 1982. Había acudido allí en busca de una cara y una personalidad que respondiera a las características del personaje de Estrella, la narradora adolescente de su película "El Sur". Me llamó la atención la coincidencia, pues yo también estudié el Bachillerato Superior en este instituto, y por otro lado, el haber contactado recientemente con una antigua compañera de aquel tiempo, una chica de Puerto Rico que estudió conmigo un par de cursos, con la que desde el principio conecté y con la que llegué a tener gran amistad.
Decía más arriba que siempre me he sentido en deuda con el centro educativo del que guardo el mejor recuerdo de mi vida de estudiante, mejor, incluso, que de mis años de universidad. En el Santamarca tuve la suerte de tener excelentes profesores y muy buenos compañeros.
Yo venía de un colegio religioso del estilo de los que se consideran hoy concertados, en el que había crecido bajo una atmósfera opresiva de principios religiosos mezclados con un envoltorio de clasismo y autoritarismo que me resultó desde los primeros cursos muy agobiante. Sin embargo, fue abandonar el colegio y pasar al instituto Santamarca y me sentí renacer. Encontré a mi alrededor un ambiente de libertad, de respeto, en el que me sentí enseguida bien acogida y valorada. Bajo su techo, en sus aulas y pasillos tuve el privilegio de conocer a los mejores profesores que tuve nunca: Mi profesora de Historia Adela Gil, ya fallecida, que me supo transmitir su entusiasmo hacia el conocimiento del pasado, y me ayudó a comprender de dónde habíamos partido y cuáles habían sido las circunstancias y los factores que habían influído para llegar a dónde estábamos. Me gustaría destacar la figura de mi profesor de Filosofía, Tomás Calvo, a quien le debo el que me enseñase a pensar, a plantearme preguntas y a cuestionar toda clase de verdades irrefutables y permanentes.
En cuanto a una de mis asignaturas preferidas de siempre, Historia del Arte, sin las aportaciones del señor Raúl Llorente, el más joven y entusiasta de todos mis profesores de entonces, no le habría sacado a dicha asignatura todo el provecho y el disfrute que me proporcionaban sus clases. Tampoco olvido al Sr. Hueto, ni a mi profesora de Ciencias, Olimpia Luengo; ni tampoco a Don Hilario, mi entrañable profesor de Latín.
Ahora que la enseñanza pública en nuestro país, y mucho más en la Comunidad de Madrid, está sufriendo los recortes más atroces de toda la historia de la democracia. Ahora que la figura de sus profesores ha sido vapuleada y ninguneada desde el ala más conservadora y defensora de los intereses de la enseñanza privada de nuestra sociedad, me gustaría rendir un homenaje, no sólo a mis antiguos profesores, sino también a todos esos profesores anónimos, que tienen entre sus manos lo más importante y delicado para nuestro futuro: la educación de las nuevas generaciones. Ahora que se discute si cambiarle el nombre a la asignatura de educación para la ciudadanía, cambiar los contenidos, o seguir mareando la perdiz, pienso que todos los días y a todas las horas nuestros profesores están desarrollando su labor para conseguir mejores ciudadanos, mejores personas.
Por lo que a mí respecta, soy consciente de lo importante que fue su labor en mi vida y nunca les he olvidado.