
No se acordó de que había soñado con ella, hasta que, de modo casual, abrió el cajón donde guardaba las fotografías y se encontró con la cara de Amalia, su amiga. La mejor amiga que tuvo y que tendría jamás. Entonces le vino a la memoria el sueño con toda su carga emocional, que había sido desdibujado cuando había abierto los ojos.
Había sido un sueño de reconciliación. En él abrazaba a su amiga, que venía a visitarla y a decirle que nunca se había tomado un bote de pastillas, aquel día de julio en el que se encontraba sola en Madrid, y ella estaba de vacaciones en Peñíscola. Todavía no existía el móvil y en casa tampoco su teléfono tenía contestador automático. Nunca supo si Amalia la llamo desesperada, a punto de poner fin a su vida sin encontrarla, o qué pensamientos cruzaron su mente, obcecándola en ese deseo imperioso de acabar de una vez. Supo lo que había ocurrido, cuando de vuelta en Madrid, recibió una llamada de la hermana de Amalia, para anunciarle que su amiga, no sólo estaba muerta, sino que hacía ya días que estaba enterrada en el cementerio de la Almudena junto a sus padres, fallecidos años atrás. No habían podido despedirse. Nunca le había podido decir que jamás tendría una amiga como ella, que había sentido aquel cariño incondicional que les había unido desde la infancia, y que la iba a echar tanto de menos.
El sueño había sido aquella oportunidad perdida para poder decirle tantas cosas que se habían quedado atrapadas en su mente, y que el paso del tiempo no habían conseguido borrar. Amalia estaba allí para abrazarla, para decirle que regresaba de un largo viaje, pero que nunca más se volvería a marchar.