
Ana siempre ha sabido que esta noche no es como las demás.
Hace días que su padre y sus hermanos mayores le vienen diciendo que los pajes de los Reyes Magos andan por los tejados. Se dedican a espiar el comportamiento de los niños que, ahí abajo juegan, o llevan a cabo sus vidas ajenos a que sus acciones condicionen el hecho de recibir más o menos regalos, o de encontrarse al pie de la cama un trozo de carbón. De vez en cuando lanza miradas furtivas hacia el cielo por si descubre alguno, o por si la noche se presentará excesivamente fría para que los Magos y su séquito puedan llevar a cabo la misión que, desde hace muchos días, ella tanto espera.
La ventana que da hacia el Oriente arroja destellos de una luz azulona en la que ya se pueden ver algunas estrellas que, poco a poco irán encendiendo la noche, y servirán de ruta a la comitiva que pronto llegará. Desde el fondo del cesto de la ropa de planchar, Ana espera y siente un cosquilleo en el estómago, una emoción que le impide concentrarse en los juegos, porque le gusta saborearla a solas, así en cuclillas, dentro del cesto.
En cuanto se haga de noche sus hermanas mayores les darán la cena a los pequeños y les llevarán a la cama. Sus padres han salido, y no sabe a qué hora llegarán. Esta noche hay que portarse especialmente bien y acostarse temprano, pues los Reyes no entran en las casas donde haya niños despiertos. Su padre antes de irse dejó preparado sobre el aparador el plato con los turrones y las copas llenas de vino para invitar a los Reyes y hacerles más grato su cometido. Sabe de sobra que esa noche no va a pegar ojo, que se limitará a sentir el paso de las horas acurrucada dentro de la cama, y en algún momento, hasta creerá haber visto la barba de Melchor asomando por el resquicio de la puerta entrabierta que, le pidió por favor a su hermana que no cerrara. Desde esa posición revivirá mentalmente el viejo rito que su padre, una vez que se haga de día, les hará escenificar como todos los años: No podrán levantarse, ni bajar a la planta baja de la casa, hasta que él les llame. Una vez levantados, aseados y vestidos, cada uno de los ocho hermanos ocupará su posición en la fila ante la escalera, para cuando su padre decida al frente de ella, ir descendiendo escalón por escalón, hasta llegar al recibidor y después al salón, el lugar sagrado donde se encuentran, envueltos en sus cajas, los regalos.
Ana no sabe si le traerán aquello que ha pedido, o si, un año más, se equivocarán y en vez del piano que ella imaginó, le traerán uno mucho más pequeño que no sonará cómo esperaba. Lo que más le gusta son los mensajes que los Reyes le dejan escritos en las cajas, con esa letra picuda y bien trazada, que sólo puede salir de las manos de un Rey Mago. El suyo es Gaspar, el rubio, el que no suele ser el preferido de nadie, pero por esa misma razón es el que más quiere.
Un año más se ve frente a la escalera, ocupando el segundo lugar junto a su padre, pues es la penúltima de los hermanos, la pequeña de las chicas, y la fila se ordena de menor a mayor. Sabe que sentirá un cosquilleo especial en el estómago, bajando la escalera, escalón tras escalón y, en el fondo teme que llegue el momento, pues al llegar a los regalos ya no se sentirá igual, aunque le gusten los papeles de regalo y las cajas escritas con las letras de los Reyes, aunque vea en el aparador las copas vacías y el plato sin los turrones, porque tendrá que esperar todo un año para volver a vivir esa magia, para volver a sentir esa emoción.