

No puede negar que le fascinan desde siempre las casas abandonadas y aquella que descubrió en Galicia una tarde cualquiera, no ha podido olvidarla.
Ni ha podido olvidar el olor. Aquella mezcla de humedad, polvo y abandono que se respiraba dentro de un desorden general, que hacía presentir bajo sus techos una atmósfera axfisiante y opresora.
La cama deshecha, con las sábanas aún arrugadas, y esparcidas sin pudor sobre la colcha: fotografías, cartas, estampas de la Virgen y del Cristo Crucificado. Los cajones entreabiertos, las lámparas de la mesilla como mudos testigos del expolio, reflejando una premura como de ladrón que asalta los recuerdos y se los lleva y se marcha.
Desde la plaza, desde fuera, en las vidrieras de la ventana, donde se veía el letrero de SE VENDE, no se podía adivinar el amasijo de silencio, abandono, soledad, nostalgia que palpitaba en el interior de esos muros. Los rayos de sol levantaban nubes de polvo que bailaban en el aire una danza conocida en el calor de la tarde de agosto.
En los armarios restos de un vestuario antiguo, con el espejo roto y desconchado en los extremos, la bacinilla renegrida debajo de la cama. Como si sus habitantes hubieran huído con lo puesto ante una amenaza.
Y en la cocina cubiertos en el fregadero de loza descascarillada, sartenes oxidadas, perolas de latón en las alacenas con la pintura levantada, vasos, quizá con la huella de unos labios, haciéndole compañía a las arañas. Y encima de la mesa todavía con mantel a cuadros, una taza con restos de café y la cuchara desmayada sobre el plato. Y la silla apenas separada de la mesa, hacía imaginar la presencia de un cuerpo que acabara de levantarse.
Y papeles de periódicos viejos, esparcidos por toda la casa, con fechas imposibles de tan lejanas, daban cuenta del naufragio como un cuaderno de bitácora.
En muchas ocasiones se preguntaba quiénes habrían sido sus habitantes y por qué abandonaron así la casa, pero esas dudas alimentan aún más su fantasía y se imagina a la persona que pudo vestir aquella bata tan ajada, que aparecía colgada en una percha igual que un fantasma.
Ya en la calle y con la mirada puesta de nuevo en el letrero de SE VENDE, con los cristales polvorientos devolviéndole los restos de un sol dorado y tardío, pensó que nunca podría comprar esa vivienda, porque ninguna reforma podría borrar jamás el olor, la tristeza y el abandono encerrado en las paredes de esa casa.