
Lucrecia tiene una amiga que a menudo acude a ella para quejarse de su marido. Le dice que se ha equivocado de profesión, que en vez de haber sido abogado, debería haber sido médico forense, pues tiene la costumbre, en cuanto se ponen a discutir de cualquier tema relacionado con los problemas de su relación, de sacar los cadáveres del pasado, colocarlos encima de la mesa y comenzar a realizar la autopsia, pues entre los pliegues de la piel, en los intestinos, o en el anverso del hígado, hallará siempre algún motivo para culpabilizarla. Es bueno guardar en la trastienda algún fiambre en cámara frigorífica al que echar mano cuando nos quedamos sin argumentos para reconocer nuestros errores. Así de fácil y sencillo. La amiga de Lucrecia lleva varios años empantanada en una crisis de pareja en la que no alcanza a ver, ni el principio ni el final. Su marido no termina de aclararle si ha resuelto ya las dudas, o es que ha decidido mantenerla en una situación de indefinición en la que su amiga no sabe a qué atenerse y de este modo tenerla pendiente de él. Bajo su punto de vista ambos arrastan una relación sadomasoquista, basada en la desconfianza y la competividad. Se han pasado la vida jugando al ratón y al gato, enamorándose y desenamorándose de terceros en discordia, que casi siempre les han dejado mal parados. Su relación le recuerda a Elisabeth Taylor y Richard Burton en la película "Quién teme a Virginia Woolf" siempre peleando, pero incapaces de vivir el uno sin el otro. Cuando le cuenta algunas cosas, a su mente acude la imagen del cuadro de Goya en el que dos seres inmóviles, de rodillas uno frente a otro, se dan de mazazos tan sanamente el uno al otro. Casi como hacen los dos partidos políticos en nuestro país cuando se avecinan elecciones.