
Leo con gran interés un artículo en el periódico sobre los árboles más antiguos de la Comunidad de Madrid. Por primera vez encuentro información en un medio de comunicación sobre el árbol más bello e impresionante que he visto en mi vida.
Se trata del "Ciprés Calvo" que se encuentra en una de las entradas del Retiro, concretamente la que está frente al Casón del Buen Retiro.
La primera vez que lo contemplé, me impresionó de tal manera, que me recorrí el parque buscando un jardinero, o algún entendido capaz de decirme de qué clase de árbol se trataba. Me senté frente a él en un banco y no daba crédito a lo que me devolvía la mirada. Nunca había visto nada más hermoso. No sólo por la majestuosidad de su figura, el volumen de su copa y la magnitud de su tronco, sino por el inmenso respeto que me producía semejante testigo del paso del tiempo. En ese momento el viento agitaba levemente sus ramas y el árbol se estremecía desde su inmensa altura, como si fuera un árbol joven. No sé el tiempo que permanecí mirándole pero desde ese momento supe que ya tenía otra buena razón para volver a visitarlo.
La segunda vez que lo volví a ver me sorprendió aún más que la primera. Había cambiado de color. Las hojas tenían un suave color rojizo y me pareció más grande todavía. Unos meses más tarde abandoné Madrid. Me marchaba a vivir a Mallorca donde permanecí varios años. Sin embargo, cada vez que regresaba a visitar a mi familia, me gustaba acercarme al Retiro para verle de nuevo, y cada vez me asombraba más asistir a las transformaciones que sufría en cada estación.
Hoy, gracias al artículo que firmaba Rafael Fraguas, he podido saber que mi árbol preferido, fue un regalo del Conde Duque de Olivares al rey Felipe IV, lo que significa que es vecino de Madrid, nada menos que desde el siglo XVII. Es increíble pensar la cantidad de acontecimientos hitóricos que se han sucedido desde que las manos de aquel jardinero plantó el maravilloso ejemplar que la leyenda dice que desciende del "Árbol de la noche triste", aquel bajo el que se refugió Hernán Cortés para llorar su mala suerte en el lejano virreinato de Mexico, según he podido leer en el maravilloso reportaje que Rafael Fraguas le dedica. También habla de otros árboles centenarios que habitan en la ciudad y también en la Sierra. La Sierra de Guadarrama atesora una impresionante colección de árboles, muchos de ellos muy longevos. Cada uno de los árboles que pueblan nuestro mundo es un regalo.
Mi pasión por los árboles data de mis primeros años. Mi madre me contaba que siendo muy pequeña, dejaba de llorar cuando colocaba el cochecito debajo de los árboles que había en el patio de casa, y que me gustaba dormirme mirando las hojas que se agitaban encima de mi cabeza estremecidas por el viento, e iluminadas por los rayos del sol, que producían aquellos reflejos de luz que, todavia hoy, consiguen relajarme como ninguna otra cosa. Y es que los árboles son uno de los mejores inventos de la naturaleza. Lo dan todo y no piden apenas nada.
Es esa presencia la que busco cuando me asomo a una ventana, la belleza que me abruma en el otoño cuando exhiben todo su esplendor como las supernovas antes de disolverse en el vacío. El rumor de sus hojas me adormecen en las noches del verano y, hasta en invierno, cuando sólo muestran su esqueleto desnudo, me asombra contemplar sus huesudas manos apuntalando el azul del cielo, mientras esperan que la primavera los vuelva a vestir de nuevo. Persigo su silueta y los reflejos de la luna entre sus ramas y ese juego de luces y sombras proyectados en la pared que siempre me fascina.
Afortunadamente están ahí siempre. No sé que haría sin ellos.
